Todos, sobre todo si eres chica,
hemos sido juzgados en un centro de estética, envidiando la suerte de Rita
Barberá y deseando haber muerto antes del fatal desenlace.
Los profesionales de la estética
son fríos y despiadados destructores de la autoestima porque es ahí donde está
su nicho de mercado. Así, al igual que un bombero ama ocultamente a un
pirómano, un miembro de este gremio disfruta con cada una de las imperfecciones
con las que un desaliñado es capaz de proporcionarle.
Tú, que sólo habías ido a "cortarte
las puntas", descubres con mensajes tan sutiles como una mirada, un gesto
de inaprobación con la cabeza o un "qué pelos de coño me traes", que
la envergadura del problema es mayor de lo que jamás pensaste, como cuando
Zapatero hablaba de "desaceleración económica".
Independientemente del aspecto
físico del profesional en cuestión, y repito porque, ... ejem... en fin...,
repito, independientemente del aspecto físico del profesional en cuestión, y de
que al entrar por la puerta te haya saludado con un "¡hola guapa!"
(todos dicen "¡hola guapa!". Forma parte de su plan maquiavélico
pasivo-agresivo), lo cierto es que sus minas anti-autoconcepto positivo
comenzarán desde que te toca el turno. Y te toca el turno con el mismo peso
dialéctico y dramático con el que te toca pasar al baño, en una cola, cuando es
evidente que la persona que lo abandona, no es lo único que abandona allí.
Nada más sentarte (da igual el tratamiento
que te haya llevado), una mirada analítica introspectiva, a través del espejo
en el que ambos os reflejáis, te incomoda por ser, a la vez, indiferente e
inquisidora. Ésta, sienta las bases de la pregunta que, cual cita en el dentista,
te hará apretar los glúteos más que la mejor clase de pilates: ¿cuánto tiempo
hace que no vienes?
Múltiples comentarios a la
longitud de tus raíces, el grado de grasa o no de tu cabello, su capacidad para
romperse, para caerse, para encresparse, su gramaje (gordo o fino), no quiera
Dios que tengas caspa, la frondosidad o no de tus cejas, la presencia de vello
facial indeseado, la cantidad y longitud de tus pestañas, la calidad de las
células liposas de tu piel, las expresiones de cansancio de tu rostro, etc.,
etc., después... sales de allí preguntándote cómo te has permitido vivir así
todo ese tiempo, teniendo en cuenta que, sin tu saberlo, tus únicas
posibilidades en la vida eran ponerte en sus manos o suicidarte directamente.
Si llegas a vivir en la antigua Grecia, tus padres ya te habrían abandonado en
un bosque, a tu suerte, hace tiempo. Recuerdas con dolor y vergüenza todos los
momentos en los que fuiste tan osada de exponerte al mundo de esa indeseable
manera. Llamas a tus seres queridos para pedirles perdón y a tu trabajo para
presentar una carta de renuncia, a la vez que agradeces haberte mantenido allí
a pesar de tu, más que evidente, inapropiada presenta.
Abandonas el local constreñida
por la impotencia de no poder modificar el pasado pero con un halo de esperanza
en el futuro (como anónimo de alcohólicos), deleitada por, ahora sí, los
aduladores comentarios de quién, cuatro horas y 50 euros después, ha sido, a la
vez, tu más duro detractor y tu más fiel aliado. Adulación narcisista, como
Gaudí diciéndole a La Sagrada Familia "se te han quedado preciosos esos
pórticos".